A mi amigo lo había conocido hacía un par de años. Norteño, atlético y audaz con la guinda, era el sueño de todo el barrio que llegara a la capital y de allí pegar el salto al gran charco llamado Atlántico para jugar en Europa. -Quiero llegar a ser como él- le decía al viejo señalando la tevé mientras miraban a un fenómeno llamado Messi hacer moñas encima del pasto. El ídolo cumplía 23 y mi amigo 10 menos.
Su llegada a la capital fue un tanto diferente de lo
planificado. Un cáncer le agrandó el hígado y tras días de estudio, le
diagnosticamos una de las peores leucemias. Con el primer tratamiento
mejoró y ya la pesadez que tenía en el vientre fue cediendo, y aunque el
pelo se le fue cayendo y algún vómito lo molestaba, la llevó muy bien.
El bayano volvió a sus pagos y en algún picadito se mezcló. Su primo,
enfermo también de leucemia pero ya curado, lo acompañaba.. Compinches
de tragedias y travesuras surcaban las calles del pueblo cuando podían
ya que mi amigo debía viajar seguido para controlarse en la capital.
Se fue transformando. La metamorfosis del cáncer y
su tratamiento. El pelo ido, la piel fina y pálida se llenó de manchas
negruzcas. Su cuello engordó y la única parte de su cuerpo que quedó
como antes fueron sus ojos, su mirada. Los médicos que lo trataron
hicieron lo indecible para que la enfermedad se fuera, pero esto nunca
pasó. Intentaron mil formas de frenar al bicho, pero mi amigo nunca pudo
volver a las canchas. Y las internaciones comenzaron a ser la regla. El
bayano volvía poco a su tierra, se fue separando de sus amigos porque
estaba con las defensas tan bajas que hasta un beso o un abrazo podían
matarlo.
El médico tratante hizo lo indecible para
curarlo. Movió cielo y tierra para lograr la remisión de esa maldita
enfermedad que no hacía más que avanzar. Desde la vitrina del apartado
veía como su paciente - su amigo- se le iba. Había visto como el frustro
crack de fútbol la había paleado, tanto o más que él.... -Cómo aguanta
este pibe- se decía. Desesperado, desplegó hasta la última gota de sus
energías para que él no se fuera. Probó mil tratamientos -algunos
osados- e incluso se peleó con sus colegas que le decían que lo dejara
ir, que el bayano ya estaba entregado. Tras una leve mejoría, un día mi
amigo le pidió al doctor para volver a casa a despedirse. Quería
repartir sus cosas entre sus amigos. -Yo ya sé que me muero- le había
dicho a mi colega. Pero éste lo convenció que no, que el iba a mejorar. Y
así me lo volví a encontrar en la cama de un ceteí, aunque de eso al
principio no me diera cuenta.
Ingresado porque ya su hígado y sus riñones no daban
para más, mi amigo se dejó ir. Narcotizado, apenas reconocía a sus
padres y a su otro amigo, el médico que lo había acompañado durante esos
tres años crueles. Entonces al segundo día fui a un anfiteatro de la
vida, donde su padre nos contó a los que estábamos de blanco
atendiéndolo cómo habían sido los días previos de mi amigo. Siendo parte
de un abanico blanco cuyo extremo era él, el disertante sin micrófono
nos explicó como su hijo le había dicho que lo que quería era volver a
casa y darle sus cosas a su primo, que él ya sabía que se iba a morir y
que esta vuelta no había vuelta. El hombre ya no quería que su hijo
sufriera más. No quería más dolor y quería sí, menos máquinas. Entendía
que nosotros hacíamos todo lo posible por salvarlo, pero que todo era
fútil. Su lucidez, su claridad, fue una lección de vida para todos los
que estuvimos allí. En un momento giró el rostro y lo dirigió a mí. En
ese instante lo reconocí y torcí el rostro para mirar de nuevo a aquel
adolescente que estaba metido en un apartado, sedado y rodeado de
túnicas y mantas. Supe haciendo memoria que aquel cuerpo cambiado,
destrozado y moribundo era el mismo muchacho que había conocido años
atrás, durante la primera etapa de la enfermedad que lo estaba matando.
Hasta el final de la guardia pasé con un nudo trancado en la garganta
que iba y venía, con mis recuerdos.
Cuando estamos con una simple gripe, todos queremos
volver a casa, que nos baje la fiebre entre nuestras almohadas, ir a
nuestro baño, comer lo que podamos con nuestros cubiertos y sentir los
sonidos de casita, olisquear los aromas de nuestro rancho. Como el
perro, que vuelve a la cucha cuando está mal, nosotros queremos volver a
nuestro pago cuando estamos enfermos. Siempre. En mi casa me siento "en
casa", puedo controlar mejor la situación, me "desobjetivizo", no soy
una cama, soy yo. Y estoy con los míos... Quien haya estado enfermo
fuera de fronteras, sabe que es desalmante la angustia de sentirse
enfermo en ambientes extraños. ¿Y qué pasa con nuestros pacientes? ¿Son
diferentes acaso? El que la gente muera en el hospital, también va mucho
más allá. La muerte se oculta a la población, y entonces a la gente la
muerte se le vuelve ajena, el morir deja de ser algo tan normal como el
nacer, para transformarse en algo extraño. En mi familia, todos los
veteranos recuerdan haber visto a sus parientes morir donde habían
vivido. Los velorios en casa eran algo común y hasta a los niños se les
obligaba a darles un beso -el más frío de ellos- al muerto que partía.
En los sesentas sólo la mitad morían en el hospital, algo impensado 100
años atrás y algo normal hoy día. A mis abuelos los despedí de lejos,
como la mayoría de mi generación. La institucionalización de la muerte
es hoy, la penosa regla.
La otra noche soñé con mi amigo. Soñé que era el
médico del traslado que lo llevaba de vuelta pal norte. Salíamos desde
la capital con la sirena apagada y callados todos, fugando. Huíamos de
los monitores y del olor a alcohol viejo del hospital. Él dormía, sedado
y respirando pausado. Los quilómetros iban pasando y la lluvia
retumbaba en el techo de la ambulancia. Pasando el Río Negro, él tosió y
empezó a abrir los ojos y a reconocernos. Sus padres lo vieron reírse
porque sabía que estábamos más cerca. Se arrancó el oxígeno y los
parches del pecho. Pidió ropa para sacarse la bata y ponerse el short y
los botines. A la entrada, vimos que el pueblo estaba de fiesta.
Prendimos la sirena y la caminera nos abría camino hacia el destino.
Escuchábamos que el pueblo era una fiesta y así llegamos al estadio. Al
abrir las puertas del coche, mi amigo me echó una ojeada de despedida.
Pisó la cancha alabado por todos los que llenaron las gradas. Abrazó a
todos sus amigos y la familia emocionada lo llevó en andas hacia el
pasto. En la cancha no estaba Messi sino su primo, el que siempre le
levantó los mejores centros. Desde la tribuna con su amigo el oncólogo,
sentados al lado de su padre, que lloraba, yo veía cómo mi amigo en sus
pagos y con los suyos, metía el último y mejor gol de su vida...
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